martes, 23 de agosto de 2011

SEGUNDA VERSIÓN DE LA PRINCESA Y EL GUISANTE

Érase una vez un reino muy humilde, en el cual vivía una joven princesa, hermosa, pero con una piel tan delicada que nada la podía tocar sin que su piel quedara marcada de rojos cardenales. Y tal era su situación que no le permitían nunca salir de su castillo. La princesa se aburría tremendamente, y sufría mucho pues las jóvenes de su reino, conociendo su condición, se burlaban de ella llamándola inútil.
Un día llegó un emisario de otro reino muy poderoso, cuyo joven príncipe, en el colmo de la excentricidad, había lanzado una prueba ridícula para escoger a su futura esposa. La prueba consistía en pasar una noche sobre una torre de veinte colchones. El emisario había sido enviado para invita a las jóvenes de otros reinos, pues todas las que había en el del príncipe había fracasado.
A la mañana siguiente, toda una caravana de doncellas partió al reino del príncipe, llenas de ambición por convertirse en princesas. La princesa de la piel delicada vio una oportunidad excelente en este hecho para salir por fin a dar un paseo. Se disfrazó de aldeana y escapó de su palacio. Fue un viaje estupendo. Al llegar al reino, todas las jóvenes fueron acogidas en el patio del castillo y allí acamparon mientras las pretendientes, una tras otra, eran probadas e, inexplicablemente, descalificadas a la mañana siguiente. La princesa no podía entender cómo es que podía fracasar tantas muchachas en una prueba tan sencilla. Pero la oportunidad era buenísima: pasó casi dos meses paseado por los alrededores del reino.
El día en que las frustradas aspirantes decidieron regresar al reino, la princesa, llena de nostalgia, decidió dar un último paseo por el reino. Ella no tenía la menor intención de someterse a prueba, pues no le interesaba en lo más mínimo casarse. Caminó todo el día por el bosque. Pero, antes de regresar al castillo, la sorprendió un terrible aguacero. La princesa se desorientó y anduvo vagando hasta cerca de la medianoche. Finalmente, encontró el camino de vuelta al castillo, pero al llegar se dio con la ingrata sorpresa de que las demás pretendientes, notando que se avecinaba la lluvia, habían emprendido muy temprano el camino de regreso. No tuvo más remedio que tocar a la puerta del castillo. Quien la recibió fue nada más ni nada menos que el mismo rey. La princesa le contó la verdad acerca de su origen y su travesura, y el rey, comprendiendo que no podía dejarla pasar la noche bajo la lluvia, la hizo pasar.
La reina, al enterarse que la forastera decía ser una princesa, comunicó esto al príncipe con la esperanza de que declinara de su obsesión por la doncella ideal. Pero este, lejos de hacerlo, quiso saber si la princesa podía pasar la prueba. Le dio por habitación la que tenía la torre de colchones y la dejó. La princesa no tuvo más remedio que dormir sobre la ridícula cama. Pero no podía acomodarse sin sentir un incómodo bultito que sobresalía por la superficie. Hubiera dormido sin importarle ello, si no hubiera sido porque su piel, adolorida por el insignificante bache, se comenzaba a llenar otra vez de cardenales.
A la mañana siguiente, el príncipe le preguntó qué tal había pasado la noche. La princesa, incómoda por las marcas que le habían quedado a causa de la ocurrencia de su anfitrión, se quejó amargamente por ellas. El príncipe rompió a reír, y le contó la verdad sobre la prueba. Viajaron de regreso al reino de la princesa y , tras pedir su mano a sus padres, la desposó. Y la princesa, aunque aburrida al principio por su excéntrico esposo, aprendió a quererlo pues se divertía mucho con él.


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